"Un ejército sin espías es como un hombre sin ojos y sin oídos"
Chia Lin, citado por el maestro Sun Tzu en "El arte de la guerra"
Sergio Fernández Riquelme
1. Un paradigma interpretativo: el patriotismo social
"Si los entretenimientos que se ofrecen a los obreros
les son proporcionados tan mecánicamente como en la actualidad
(...) hasta la esclavitud de su trabajo sería llevadera
comparada con la agobiante esclavitud de su ocio."
(G.K. Chesterton, 1927)
Un nuevo concepto aparece. Historiográfica y sociológicamente podemos hablar del desarrollo, en el campo plural y polémico del nuevo nacionalismo soberanista e identitario, de un posible fenómeno denominado como “patriotismo social” (o “derecha obrera”). Categoría político-social, incluida, en ocasiones, en el más amplio fenómeno “populista” (Biglieri, 2020), que puede explicar la existencia (o crecimiento), en el seno de los diversos movimientos de este fenómeno, de un notable contenido obrerista de origen o adopción (discursiva y movilizadoramente). Y que explica su impacto organizativo y electoral en sectores y regiones donde el llamado “voto obrero” respondía, de manera tradicional, real o simbólicamente, a las llamadas y propuestas de la antigua izquierda marxista (o neomarxista) o de la socialdemocracia postmarxista.
Y un viejo mito desaparece. El destacado centro sociológico francés Ifop demostraba, en su investigación de 2019 (tras las últimas elecciones europeas), un hecho que evidenciaba la tendencia ya advertida desde hace años por politólogos independientes: el 47% de los obreros y el 32% de los empleados habían votado al partido Rassemblement national de Marine Le Pen (el antiguo Frente Nacional, que había alcanzado el 23,31 % del voto nacional) (Ifop, 2019). La derecha nacionalista, identitaria o soberanista (denominada, en ocasiones, con la etiqueta “extrema derecha”) (Hernández-Carr, 2020) se iba convirtiendo en referente para amplios grupos socioeconómicos definidos, aún, bajo la categoría de obreros-trabajadores. Así lo estudió Florent Gougou en el caso galo, sobre la tesis del “lepénisme ouvrier” (Gougou, 2015), la conversión de intelectuales franceses como Michel Houellebecq o Eric Zemmour, y la transición de parte del voto de un sector básico de la autodenominada como nueva izquierda progresista (Gombin, 2015).
Para sorpresa de muchos, el actor más humilde de los procesos productivos (entre el 20 y 30% de la población, según diversos estudios en el mundo occidental) parecía ser un conjunto de ciudadanos tan plural como el resto de estratos comunitarios: votaban de manera más diversa de lo que pudiera pensarse, en función de reivindicaciones materiales o de ideales inmateriales (Fernández Riquelme, 2020a). Pero una sorpresa relativa; conceptos como nación u obreros superan, en la reconstrucción histórico-científica, los límites ideológicos al uso.
Por ello, es imprescindible realizar varias aclaraciones conceptuales al respecto. En primer lugar, una primera precisión: en estas páginas se aborda el diverso nacionalismo soberanista e identitario surgido, como evolución o ruptura, principalmente del espacio ideológico y electoral del liberalismo conservador o de la democracia cristiana en el siglo XXI. No abordamos otras construcciones patrióticas o nacionalistas que apelaban al “mundo obrero” (Zapater, 1992) desde posiciones comunistas y socialistas (anticolonialistas o antiimperialistas, independentistas o expansionistas) o muy cercanas a ellas (como el peronismo argentino o el priismo mexicano), muchas bajo fórmulas políticas autoritarias/totalitarias; ni tampoco aludimos a nacionalismos secesionistas autodenominados de izquierda (especialmente regionales) y de base etnicista (racial o lingüística). Y, en segundo lugar, una puntualización historiográfica: se demuestra documentalmente la existencia de una tradición de “patriotismo obrero” en formaciones de signo nacionalista/conservador, que participaron en propuestas sociolaborales (Monereo, 2003) o en asociaciones de trabajadores y organizaciones sindicales o corporativistas (Molina, 2004), que dieron la victoria a gobiernos liberal-conservadores en momentos determinados (Paramio, 2000), y que incluso nutrieron las filas de contrarrevoluciones más o menos populares. Una tradición acusada de falsa o manipulada para los teóricos izquierdistas más clásicos, al ser protagonizada por ese lumpen traidor a sus hermanos proletarios revolucionarios y “redentores” (lumpen ya definido por Karl Marx, en sus manuscritos de 1844, como “la prostitución de la carne no proletaria bajo todas sus formas”) (Reyes-Mate, 2010: 48-49).
Aclaraciones, desde la Historia como ciencia (retrospectiva, perspectiva y prospectiva), que nos muestran realidades que escapan de dicotomías deterministas o sentencias unilaterales. Los conceptos en uso, en las ideas sociales y políticas, son siempre dinámicos y plurales, respondiendo su sentido y significado al contexto en el que nacen y en el que se usan (Koselleck, 2012); y por ello, en muchos casos son compartidos o controvertidos, al interrelacionar, real y simbólicamente, en el universo vital casi siempre subjetivo, elementos políticos (con sus valores morales y fundamentos culturales) y económicos (entre la libertad y la igualdad). A veces tan simple como testar los mismos en esa ecuación entre el Bien-estar al que se aspira y el Bien-común en el que se cree (usando la terminología de Julien Freund).
Inicialmente, y desde la experiencia histórica pasada, el patriotismo obrero que aquí estudiamos es una idea histórica vigente, con algunos conceptos similares, pero con formas políticas, en general, distintas a esa primera tradición ideológica sociolaboral de la edad contemporánea, y documentada (y etiquetada) como conservadora, derechista e incluso “reaccionaria”. Tradición que respondió como todas, en sus matices y en sus orígenes (en algunas ocasiones ligada a formas de socialismo utópico), a los orígenes y consecuencias de la inicial Cuestión social (el “problema obrero” del siglo XIX) (Molina, 2004): por convicción de proteger al eslabón más débil de la producción capitalista (del ideal gremialista a la doctrina surgida tras la Encíclica Rerum Novarum), por oportunidad de mantener el mismo orden productivo (como la SozialPolitik germana alumbrada bajo Otto von Bismarck, y germen de la primera legislación laboral moderna), para transformar radicalmente el sistema jurídico-político de referencia (del sindicalismo nacional al Estado corporativo), para encuadrar autoritariamente a las clases trabajadoras (del Fascio al Arbeitsfront), o para luchar por la libertad (como el sindicato Solidaridad en Polonia, y otros en Europa del este, frente al régimen comunista).
Respuesta muy plural y compleja, de magnitud más o menos relevante, que ha conectado, en la Historia, a parte del “mundo obrero” con diferentes formas de pensamiento usualmente definidas como derechistas, pero a veces más cercanas de lo señalado a sus supuestos enemigos ideológicos de siempre. Suposición fundada en líderes y movimientos controvertidos de nuestra era contemporánea, que pueden ser ejemplos de referencia para comprender los debates sobre la puridad del “modo ideológico” de pensar, y de distinguir entre izquierdas y derechas. Quizás para preguntarnos de nuevo, al calor de las polémicas actuales, la gran cuestión que planteó en su momento el historiador Eugene Weber: “Derecha e izquierda. ¿Qué significa cada una de estas palabras y a quiénes afecta el significado de una o de la otra?” (Rogger y Weber, 1971: 5), cuando planteaba:
“¿Pertenecía Perón a la Derecha por ser un Dictador o a la Izquierda porque la mayor parte de su poder residía en los Sindicatos? ¿Milita en la Derecha un dictador nacionalista como Nasser, o por el contrario, su radicalismo y reformismo lo sitúan en la Izquierda? (…) Parece claro que pueden existir revoluciones de Izquierda y de Derecha, dictadores de ambas tendencias, esquemas económicos de las dos clases, y naturalmente totalitarismos de Izquierda y de Derecha” (Rogger y Weber, 1971: 6).
Posteriormente, y desde la posibilidad histórica presente, podríamos hablar de obreros de izquierda y también de “obreros de derecha” (siguiendo el cuestionamiento de E. Weber y la concebible vigencia de la dialéctica izquierda-derecha a afectos analíticos). Posibilidad para dar naturaleza teórica y práctica al emergente “patriotismo social”, desde los rasgos particulares y polémicos propios de la trama objeto de estudio de este análisis: la Globalización y su transformación mental y material asociada. Hablamos, así, del contenido ideológico obrerista de ciertas formaciones nacionalistas soberanistas e identitarias en Europa y el Mundo, en grado y forma variable, con creciente impacto mediático o electoral en sectores sociodemográficos definidos como clases/estratos bajos, obreros o trabajadores. Impacto visible en feudos de tradicional vinculación del “mundo obrero” (Navarro, 2003) con posiciones políticas izquierdistas, y explicado desde diferentes interpretaciones posibles: a) la debilidad o desaparición del sindicalismo de clase como medio de mediación y reivindicación para dichas clases (con bajas tasas de afiliación y menguante capacidad de huelga o manifestación); b) la reducción progresiva de la vinculación simbólica y emocional con una “nueva izquierda”, supuestamente integrada, en su evolución posmoderna, para algunos autores, en el sistema globalista (y su “consenso liberal-progresista”), capitalista (al que no pretenden sustituir, sino reformar o controlar), plutocrático (que financia formaciones del ala más socialdemócrata o del más alternativa) (Fusaro, 2020; Fernández Riquelme, 2020), y “neoliberal” (Roitman, 2010) al estar su elite plenamente integrada en los sistemas de dominación burgueses y desplegar un discurso oficial centrado más en la atención a la diversidad (de minorías) que a la de clase (de mayorías); c) la extensión imparable de los modos culturales y sociales hiperconsumistas e individualistas globales (en las redes y en los medios), y sus nuevas formas de socialización grupal, bajo modas virtuales y temporales (Pla, 2014); d) los efectos personales y colectivos de la Globalización en sectores mayoritarios socio-demográficamente (en su nivel y estilo de vida, real o percibido), antes objeto de atención principal y ahora en segundo plano ante las políticas de grupos de presión minoritarios (y victimizados) (Falcón, 2020); e) la persistencia, no siempre valorada, de la importancia personal, o colectiva, de las identidades autoconsideradas tradicionales en la vida de ciudadanos trabajadores u obreros (nacionales y étnicas, comunitarias o laborales, religiosas o culturales), bien en su nivel de pertenencia (universo real en el que participar o en el que refugiarse) bien en el de referencia (cosmovisión simbólica a la que aludir o a la que apelar) (Inglehart, 2005).
En esta última interpretación nos vamos a detener: identidades de referencia o pertenencia basadas en la primacía, o exclusividad, de ciertos “valores tradicionales” que dan sentido y significado a la existencia personal y colectiva de grupos sociales, más o menos homogéneos en ciertas características compartidas; y que permiten una continuidad percibida como vital, como forma de participación o como guarida mental, para los miembros de esos grupos. Y sobre las cuales se construyen discursos nacionalistas, soberanistas e identitarios que apelaban al contenido e instrumentalidad defensiva o reivindicativa de las mismas, en tiempos de mutaciones aceleradas; y que calan en sectores trabajadores ante la supuesta, o verídica, amenaza global: a su trabajo por presiones foráneas, a sus negocios por competencias multinacionales, a sus fábricas por la deslocalización, a su formación práctica por universitarios empoderados, al ascenso social propio y de su prole ante el igualitarismo educativo, o de su modo de vida ante transiciones comerciales sostenibles solo accesibles para clases medias-altas, como podían reflejar, en diversos puntos, las protestas del movimiento francés de los chalecos amarillos (Mouvement des gilets jaunes) (Bibeau y Mesloub, 2019).
Y finalmente, debemos subrayar pluralidad de la dimensión identitaria del discurso patriótico-obrero, más estatista o más liberal socioeconómicamente. Una oferta para una demanda: se apelaba al voto obrero en clave nacionalista (considerada como extrema derecha para sus opositores) o nativista (acusada de xenófoba por sus críticos), esgrimiendo la escucha, atención y representación de trabajadores que sentían miedo a perder su trabajo, que sufrían inseguridad en sus calles y barrios humildes, que sentían como amenaza las migraciones masivas, que no veían claro el futuro de sus hijos ante la crisis del “ascenso social”, que se consideraban abandonados por las instituciones públicas (en la periferia y en la provincia), que se contemplaban demasiado homogéneos para ser el rostro de la sociedad diversa y multicultural triunfante, o que se sentían criminalizados por desigualdades pasadas a minorías a las que no pertenecían; y al que ofrecían, además, recuperar la movilidad ascendente en función del mérito y la capacidad, el orgullo de una concepción tradicional de su patria y de sus tradiciones, y una especie de venganza ideológica contra aquello “políticamente correcto” que podría restringir su libertad de expresión y de identificación (Serrano, 2008, Ballester, 2012). Corriente que, en muchos lugares, competía directamente con fuerzas de origen socialista/izquierdista por el voto (en sus discursos y en sus medidas), acusándolas de ser ahora meros instrumentos al servicio del “globalismo” plutocrático (Maestro, 2018) y de su Nuevo Orden Mundial (NOM); como señalaban desde diversos análisis y polémicas teorías (como la influencia de las fundaciones de Georges Soros o de las reuniones del Club Bilderberg) (Estulin, 2004; Bielsa Arbiol, 2019). Y para comprender su génesis y su impacto, podemos establecer dos hipótesis explicativas al respecto.
2. Un escenario plausible: la nueva izquierda liberal y globalista
“Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores.
Siempre he sentido una enorme satisfacción: pero desde hoy,
sentiré un verdadero orgullo de argentino, porque
interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento
de una conciencia de los trabajadores, que es lo único
que puede hacer grande e inmortal a la Nación”
(Juan Domingo Perón, 1945)
La primera hipótesis explicativa de este fenómeno patriótico-obrero contemporáneo responde, para diferentes autores, al abandono de numerosos espacios y problemáticas del colectivo de los trabajadores, por parte una “nueva izquierda” ahora neoliberal y globalista (Astiz, 2020) desligada real y vitalmente de los mismos. Espacios y problemas reclamados en clave soberanista por dicho fenómeno identitario, ante la integración de dicha “izquierda”, más allá de ciertos elementos simbólicos en el discurso o concretas acciones asistenciales, en el que hemos denominado como “consenso socialdemócrata”, señalado por Dalmacio Negro (2020), o convergencia liberal-progresista (Marco, 2008), y ejemplificado en la Grosse Koalition alemana (bajo la cual pueden gobernar socialistas y democristianos).
Un “consenso” donde las viejas izquierdas y las viejas derechas (tras ser derrumbado el antiguo bipartidismo histórico) parecían encontrar, en general, un lenguaje compartido, una serie de instituciones comunes y un espacio de contienda electoral controlado (a modo partitocrático); e incluso aceptar nuevas formaciones transversales (como los crecientes partidos burgueses “centristas”, “verdes” o “piratas”, todos autodenominados progresistas), ligadas al hipotético modelo del globalismo (o plausible modalidad actual del paradigma de sociedad abierta de Henri Bergson. Bertrand Russell o Karl Popper). Ante la fragmentación creciente del voto en las comunidades posmodernas (con la citada ruptura de la tradición bipartidista) este “consenso” permitía integrar en el sistema capitalista dominante del globalismo liberal y burgués, a la “nueva izquierda”: como instrumento al servicio de la plutocracia (Astiz, 2020), como medio de supervivencia de algunos de sus postulados clásicos, como reconocimiento de su incapacidad para sustituirlo, como mecanismo de promoción personal de sus líderes y sus lobbies, o como herramienta para salvar parte del Estado del Bienestar ante la expansión del capitalismo transnacional (Hillenbrand, 2009).
Los bastiones rojos, los barrios trabajadores, los cinturones industriales, los viejos proletarios parecían votar, de manera creciente, a aquellos que quedaban fuera del señalado “consenso” globalista, (a muchos de los cuales se aplicaban “cordones sanitarios” electoral, institucional o mediáticamente): las opciones políticas nacionalistas y su “revuelta contra el globalismo” (Saxer, 2016). Calaba su discurso y su estrategia identitaria entre el electorado autoconsiderado “nativo”, ante el supuesto y progresivo abandono de sus demandas (y sus miedos) por parte del consensuado liberalismo progresista y globalista: más centrado en sectores urbanos, en profesionales liberales y en titulados universitarios (y en sus solicitudes de diversidad sociocultural). Una hipótesis interpretativa compartida, con diversos matices, por diferentes autores desde la ciencia política y la ciencia social (Fusaro, 2020; Astiz, 2020, De Mattei, 2017).
La nueva izquierda no era la vieja izquierda, más allá de algunas experiencias iberoamericanas o asiáticas. Resultaba, mayoritariamente para determinados intelectuales procedentes de la misma “tradición obrerista” una bandera ocasional, una retórica en las elecciones y ciertas medidas paliativas en el mundo de trabajo que no cuestionaban, de manera central o sustancial, el capitalismo neoliberal al que parecía servir en su nueva denominación “inclusiva”. Diego Fusaro demostraba en el rol de esta nueva izquierda posmoderna al “servicio funcional” del capitalismo financiero. Una función que había nacido, formalmente, en Mayo de 1968 “no como una revolución contra el capital sino por el capital”; más bien, en su opinión, contra los valores burgueses nacionales y conservadores (“ética del límite, autoridad, figura del padre, religión de la trascendencia, comunidad tradicional”) que impedían las necesidades de la nueva fase del capital globalizado. Y que se completó con la caída del Muro de Berlín en 1989, donde Marx y sus teorías quedaron como recuerdo nostálgico, y la burguesía se hizo de izquierdas, el capitalismo se hizo de izquierdas, y buena parte del universo liberal comenzó a ser identificado también con la izquierda. Triunfaba, a su juicio, el “turbocapitalismo” más mediático, donde los poderes globalistas conseguían las manos libres en medio mundo, usando el nuevo discurso liberal-progresista como legitimación de sus prácticas, y permitiendo el reparto del pastel con fuerzas izquierdistas que se conformaban con el reconocimiento de ciertas demandas ideológicas no alternativas al sistema (Fusaro, 2020).
Una superación de la dialéctica capital-trabajo, en la práctica y en la identidad de la “nueva izquierda” (más allá de viejas banderas usadas en tiempo electoral, o parciales defensas de lo público bajo el Welfare State), también señalada por Daniel Bernabé. Para este autor, el neoliberalismo había fragmentado paulatinamente la identidad de la clase obrera, consiguiendo además que el llamado progresismo asumiera sus postulados esenciales, centrando, por un lado, el debate público en el individualismo consumista, y por otro, en las “guerras culturales” que obviaban que lo problemático en toda sociedad, y que afectaba a la gran mayoría de la población, se situaba objetivamente en aspectos económicos, laborales o estructurales convertidos, ahora, en campos meramente simbólicos. Progresismo que había caído, a su juicio, en la que definía como la “trampa de la diversidad” (Bernabé, 2018); un enredo que permitía la transformación adaptativa del capitalismo consumista a nuevos escenarios sin la antigua oposición izquierdista, más centrada en la lucha contra la desigualdad individual o grupal (y sus identidades culturales fragmentadas) que, en recuperar, y actualizar, un discurso colectivo de amplias mayorías. Así integraba en su bagaje, sin análisis crítico, conceptos ultraliberales antes de impensable asunción por la izquierda más tradicional, a cambio de cuotas de poder o de reivindicaciones controladas. Y que respondían, como reconocía Nicolas Gilhot (2007), al éxito en ella del progresismo “filantrópico” de la clase dominante, generado por millonarios y magnates como el citado George Soros: dejaban el imaginario sociocultural más diverso y transgresor en manos de los antiguos opositores, a cambio de la aceptación tácita de los mismos de su empresa de transformación estética del capitalismo internacional y su intento de dominio de él (con el proyecto liberal, por ejemplo, de “reforming the World”).
“Izquierda globalista”. Así la denominaba, directamente, Andréi Kononov (2011), subrayando sus adjetivos capitalista y occidental, y denunciando su papel de vasallo al servicio, directo o indirecto, del eje euroatlántico y su plutocracia liberal posmoderna (revestida de diversidad para clases altas y de ecología para clases aún más altas); y que comenzaba, también, a afectar a los restos de la izquierda comunista (integrada progresivamente en el sistema, pese a propuestas muy alternativas y muy puntuales) y a la misma izquierda nacionalista latinoamericana (indigenista, anticolonialista, bolivariana). Quizás era el triunfo del “neoliberalismo progresista” del que hablaba Nancy Fraser (2017); de una “izquierda, simplemente, que ha renunciado a desarrollar una política de izquierdas”, como señalaba la socióloga Dominique Méda (2016); o de esa “izquierda exquisita” que ya documentó el famoso periodista Tom Wolfe en la influyente elite social neoyorquina, con sus glamurosas fiestas para honrar a los más pobres (Radical Chic: That Party at Lenny’s, 1970).
Si, izquierda capitalista, y absolutamente mayoritaria. Porque, más allá de ciertos movimientos anticapitalistas minoritarios (visibles en páginas como rebelion.org), se habla de reformar, controlar, mejorar, transformar o humanizar el sistema (incluso de aprovecharse de él, en beneficio de otros o de uno mismo), que no de eliminarlo; el sentimental Manifiesto del Partido comunista (1848) de Marx y Engels parecía que no tenía nada que hacer frente al práctico manifiesto socialdemócrata de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936) de John Maynard Keynes. O disfrutar en él, gracias al impacto del hedonismo en el “movimiento situacionista” y en Raoul Vaneigem y La revolución de la vida cotidiana; provocar en él, como enseñó con gran difusión Michel Foucault; soñar con él, como planteaba el Manifiesto por una política aceleracionista de Nick Srnicek y Alex Williams, incluso en escenarios postcapitalistas; o buscar la “hegemonía” en él, desde el posmarxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Ante esta óptica, el mismo pensador americano Fredric Jameson llegaba a afirmar que, incluso para un marxista como él, era más fácil imaginarse el final del planeta que el colapso del capitalismo (Jameson, 2012). Y por ello Paul Mason (2018) defendía, desde la misma Open Society, frente a marxistas antiguos y comunistas aún más antiguos cuyo “objetivo era introducir, sobre la base de una escasez generalizada, elementos de planificación y de control obrero en los programas de los gobiernos de izquierda”, que “hoy, el camino de la transición debería contemplar el potencial de abundancia que albergan las tecnologías de la información y, por supuesto, abordar el cambio climático como problema urgente”; es decir, “transformar rápidamente el capitalismo en la dirección de la democracia y la justicia social se precisa una serie de acciones vinculadas - y una gestión de proyecto que tome en cuenta sus sinergias e interrelaciones”, criticando con ello, paradójicamente, a los “mercados internacionales” y a los “movimientos de capital especulativos” de los que participaba su principal dirigente (y de donde ha surgido su fortuna) (Kaufman, 2005).
E izquierda neoliberal, también. Un término oportuno y operativo para esta hipótesis, delimitando a esa corriente o tendencia nacida de la convergencia antes citada, como contraparte o contendiente del “neoliberalismo de derechas”. Liberalismo más estatista o estatismo más liberal, que alaba, defiende y difunde la labor filantrópica para la causa progresista, frente a los contrarios “neoliberales de derecha”, de los citados multimillonarios Soros y Gates (Tecé, 2020); que considera más importante la reivindicación de determinadas libertades personales o sectoriales que reivindicaciones colectivas más amplias (de clase, de nación, de tradición) (Bernabé, 2018); que no ve incompatible la acumulación notable o excesiva de capital con la colaboración, aunque sea simbólica, con la campaña o la misión (en las elecciones norteamericanas de 2020, entre los candidatos demócratas en las primarias abundaban los millonarios como Tom Steyer, Michael Bloomberg, Andrew Yang, y el final presidente electo Joe Biden); que respeta que existan negocios enormes sin participación obrera o sin respeto a la producción local, mientras “la política empresarial” sea cercana al discurso progresista de diversidad y sostenibilidad (aunque se planteen simbólicas medidas como la “Tasa Google”); o que no exige nacionalizaciones ni estatizaciones de sectores y negocios, siempre que sus miembros o partidos puedan participar o beneficiarse de él. Liberales parece que hay, también, en la derecha y en la izquierda.
Conjetura sobre el pensamiento y praxis neoizquierdista que incidía en su naturaleza cada vez más clasista o elitista (desde arquetipos mediáticos urbanos, burgueses, universitarios y siempre trending), con actores millonarios, deportistas millonarios, influencers millonarios, periódicos millonarios, tecnológicas millonarias, y muchos millonarios de siempre (como el citado de Bloomberg). Al respecto, el muy vendido escritor y economista francés Thomas Piketty, en Capital e Ideología, criticaba a esa creciente “casta progresista” en la izquierda: una elite intelectual sin relación con las clases bajas, sin conocimientos del Mercado para cambiarlo, y defensora del mero “pragmatismo“ a cambio de la conquista de ciertas libertades individuales; en suma, para Piketty el tiempo presente demostraba la separación de buena parte de los intelectuales de izquierda del mundo del trabajo más real y cercano, satisfaciendo de manera primordial las demandas económicas y culturales de “las clases profesionales y educadas” beneficiadas de la globalización transnacional (Piketty, 2019). Sobre esta misma hipótesis, el geógrafo francés Christophe Guilluy (en su libro polémico y exitoso No society: el fin de la clase media occidental) ponía el ejemplo de los chalecos amarillos franceses: el nacimiento del movimiento y sus protestas, por momentos masivas, descolocaron a la “intelligentsia de izquierdas” que ni lo gestó ni lo controlaba, usando para denostarlo el adjetivo “fascista” o caricaturizándolo como simples sectores provinciales, rurales o trabajadores ajenos a la burguesía progresista más cool: urbanita, ecologista y multicultural (Guilluy, 2019).
3. Un protagonista sorprendente: clases y trabajadores identitarios
“El derecho del obrero no puede ser nunca el odio
al capital; es la armonía, la conciliación, el
acercamiento común de uno y del otro” (Josep Pla).
La segunda hipótesis nos habla de que comienza a existir (o siempre ha existido) de manera visible en la demoscopia y en la sociología, un sector obrero/trabajador en el conjunto de la población de cada nación que, por diferentes motivos, declara en las encuestas (en menor medida) o esconde en ellas (en mayor medida) su pertenencia o su voto por las formaciones nacionalistas soberanistas o identitarias (Virchow, 2015). Y al que se unían, además, conjuntos juveniles e intelectuales muy activos en redes y medios, otrora situados, indisolublemente, con el lado izquierdista del tablero político. Actores que se sumaban, para sus críticos, a la denominada por Dörre (2019) como “revuelta populista de extrema derecha”.
Max Weber consideraba inevitable la “racionalización del mundo”, como objetivo central de la modernidad. Pero aunque esta “profecía sociológica” (Weber, 2009) se ha cumplido parcialmente en la ciencia (tecnología) o la política (gestión), perviven o resurgen grandes mitos colectivos de raigambre cultural o espiritual, como esa identidad nacional (con base religiosa-tradicional o desde aspectos étnico-culturales) capaz de obtener el apoyo y el voto en grandes grupos sociodemográficos concretos afectados, real o simbólicamente, por las consecuencias de la fase posmoderna de la “racionalización” occidental (u occidentalizada): el capitalismo renovado como progresista en el siglo XXI (Fernández Riquelme, 2019).
Y entre esos grupos encontramos a sectores trabajadores, pauperizados, marginados: un actor más allá del obrero clasista neo-marxista (el proletariado histórico de Marx y Engels) y del ciudadano desclasado neo-liberal (anunciado por Francis Fukuyama en El Fin de la Historia y el último hombre). Eran miembros de aquella “clase trabajadora” que, desde términos weberianos, nos hablaba de quienes ocupan los niveles más bajos la estratificación socioeconómica, en cuanto a posesión de bienes, a la posición externa y al destino personal; y que han sido los principales usuarios de los servicios del Estado del bienestar (Welfare State) como mecanismo de integración y movilidad en busca del crecimiento económico, la armonía social o el orden político (Molina, 2004).
Este supuesto se refiere, por tanto, en relación a la hipótesis anterior, a un campo sociodemográfico abierto a la competencia electoral de fuerzas nacionalistas, soberanistas e identitarias que apelan, en él, a contenidos tanto materiales (el impacto laboral de las migraciones) como inmateriales (la percepción de la prioridad nacional). Como enseñaba Max Weber, habría que hablar de una clase o de estratos no solo determinados por cuestiones económicas (el acceso a la propiedad) y jerarquías estructurales (el nivel a alcanzar); también, y especialmente en determinados contextos, por elementos culturales (simbólicos o funcionales), propios de ese estatus real o soñado que genera toda comunidad como referente que seguir, como rol que cumplir y como ideal a alcanzar (Weber, 2009). Trabajadores que son parte objetiva de una clase o estrato socioeconómico más o menos amplio, pero que no es cerrado ni homogéneo: muchos quieren progresar o vivir mejor, subir en el escalafón y aspirar a más, defender su “espacio vital” cierto o emblemático, pertenecer a una tradición y ser diferente, cambiar de residencia y ser clase media, ser parte de una visión de la nación y enorgullecerse de ella. Cuestiones significativas a las que remite, en general, el discurso patriótico-obrero con éxito electoral variable (Virchow, 2015).
“Trabajadores patriotas” que pueden, objetivamente, o quieren aspirar, subjetivamente, a ese estatus personal en una clase superior (desde la reivindicación grupal o la movilidad social) o defender su propio nivel intraclase ante los nuevos “ejércitos de reserva” globalizados (migraciones masivas y precariamente integradas, nuevas ocupaciones parciales y flexibles) (Fernández Riquelme, 2020a). Es decir, hay trabajadores con propiedades y sin ellas, que quieren mantener su estatus o cambiarlo, que quieren ser como los demás o quieren ser diferentes, que piensan de una manera o de otra, y que votan a la supuesta izquierda o a la supuesta derecha. Max Weber ya escribió que las tendencias individualistas (desde la libertad o desde la tradición) se encuentran siempre presentes en zonas del “sector obrero”, y que a veces solo son erradicadas por soluciones estatistas radicales, como se demostraba en numerosos momentos:
“Las aspiraciones de los obreros agrícolas nos muestran justamente que "ganar su pan" es de una importancia secundaria. Quieren, por encima de todo, ser ellos mismos los artífices de su propia felicidad o de su desgracia. Esta característica del mundo moderno es el resultado de una evolución psicológica de orden general y de la que tenemos nosotros mismos la experiencia [...] Los cambios en las necesidades psicológicas de los hombres son casi más grandes que las transformaciones de las condiciones materiales y sería científicamente inaceptable ignorarlos. Todo estudio puramente económico —y, particularmente en el caso de los problemas de la organización agraria— sería irrealista” (Weber, 1995: 165–166).
Incluso desde concepciones cercanas al marxismo, Walter Benjamin subrayaba esta dimensión cultural. Ponía el ejemplo de un cambio histórico concreto: el capitalismo del siglo XIX no era ya el del siglo XX (y menos el del siglo XXI), ya que, si en el primero el secreto estaba en la fábrica, en el segundo estaba en el escaparate. El centro de gravedad capitalista, por tanto, ya no era la producción, sino que era el consumo; por ello los novedosos valores culturales consumistas (y hedonistas) olvidaban el proceso productivo y la explotación del trabajador en beneficio del producto de moda, con un significado social que definía no a quién lo hacía (cada vez menos) sino a quién podía comprarlo (Benjamin, 2005). El obrero (en la modernidad) daba paso al consumidor (en la posmodernidad) como protagonista de la Política Social.
En este debate, los llamados teóricos neoweberianos (Erikson, Goldthorpe y Portocarero) afinaron el “concepto de trabajador”, como colectivo integrado por viejas y nuevas profesiones en la era global; y lo hacían en relación a su posición ante la “situación en el mercado” (de los ingresos a la seguridad) y “la situación en el trabajo (autonomía y control sobre el proceso de trabajo). Es decir, hablaban de estratos socioeconómicos que cambiaban en su realidad material y en sus valores culturales ante la mutación de los mercados de trabajo y las unidades productivas. Así Goldthorpe (2004) los englobaba, contemporáneamente, en supervisores y empleados por cuenta ajena y en asalariados (trabajadores manuales cualificados, semicualificados y sin cualificar no agrarios, y agrarios), pero que posteriormente ampliaba, como recogía la Standard Occupational Classification, con otros perfiles de trabajadores por cuenta ajena (autónomos, supervisores de trabajadores manuales, trabajadores manuales cualificados, y trabajadores manuales semicualificados, y trabajadores no cualificados).
Clase real, y también diversa, ya desde su historia. Hugues de Lamennaisy ponía nombre (tomado del latín “proletarii”) al obrero fabril que nutría a la clase social arquetípica de no propietarios, muchos procedentes del éxodo rural, en la moderna división funcional-capitalista del trabajo diseccionada por Durkheim. Ante su crecimiento cuantitativo y su identificación cualitativa, numerosos movimientos y denominaciones pusieron a esta clase en el centro de sus preocupaciones y reivindicaciones (de la jornada laboral a las condiciones de trabajo), los situaron como el instrumento para el cambio político, o se atribuyeron la exclusiva representación del denominado como “proletariado industrial”: el socialismo antiestatista o “utópico” (de Charles Fourier a Louis Blanc), el socialismo marxista o “científico”, el socialismo cristiano, el socialismo de cátedra alemán (los economistas de Schmoller), el sindicalismo libre y el de clase, el distribuismo y el corporativismo, el socialismo sindicalista británico (guildistas, fabianos y las Trade Unions), los nacionalismos socialistas de entreguerras (entre ellos tendencias del fascismo), socialismo libertario (anarco-sindicalista o anarco-comunista), el marxismo-leninismo y el estalinismo, el maoísmo o el troskismo, la Doctrina social de la Iglesia (desde la Encíclica Rerum Novarum) o el socialismo anticolonialista, el nacionalismo árabe y el movimiento de no alineados (Giner, 2013), el revisionismo socialista o la socialdemocracia postmarxista, el keynesianismo y la Economía social de mercado alemana (Soziale Marktwirtschaft), la Teología de la liberación y el conservadurismo social; e incluso, el posmoderno y burgués progresismo liberal del que hemos hablado.
Todos decían ser los representantes, todos pensaban en su bien, todos querían ser sus líderes y todos querían ser el altavoz de una clase que parecía ser monolítica en su composición y fiel en su ideología. Pero nada más lejos de la realidad. En este breve tracto histórico contemporáneo, las crónicas nos desvelan la pluralidad, más o menos acentuada o visible, de la movilización laboral y del voto obrero; y dentro de ella, del moderno movimiento que denominamos como “patriotismo social”, presente en el discurso y en la praxis del soberanismo nacionalista e identitario: grupos o sectores de trabajadores que apostaban, militante o electoralmente, y en contra de la inevitable y determinada “conciencia de clase”, por formaciones conservadoras, tradicionalistas y nativistas (Ramonet, 2014); que escuchaban relatos con intereses y aspiraciones económicas distintas (de la defensa del orden a la búsqueda de la prosperidad); que no se identificaban con los ritos y señas de la tradicional “identidad proletaria” (y más con profesiones artesanales, comerciales o agrarias); o que se ligaban a valores morales e identificaciones patrióticas, tradiciones seculares y banderas comunitarias.
Realidad que hacía posiblemente cierta la explicación sociológica weberiana: "la ciencia cuyo objeto es interpretar el significado de la acción social, así como dar en su virtud una explicación del modo en que procede esa acción y de los efectos que produce". Y donde el significado de dicha acción social se situaba en "aquella conducta en la que el significado que a ella atribuye el agente o agentes entraña una relación a la conducta de otra u otras personas y en la que tal relación determina el modo en que procede dicha acción" (Weber, 1984: 148-150). Conductas, relaciones y significados que nos remiten a esa dimensión cultural siempre crucial:“la cultura es un fragmento finito entre la incomprensible inmensidad del devenir del mundo, al cual se ha conferido – desde el punto de vista del hombre – un sentido y un significado” (Weber, 1984: 48-50). Cultura, con mayúscula (de su ética a su espíritu o Geist), que ayuda a explicar la creación y evolución de las formas sociales y económicas de cada tiempo y cada lugar, como planteó Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905):
“Para que la investigación tenga éxito, habrá que distinguir especialmente las condiciones económicas, valorando la importancia fundamental de la economía; sin embargo, no deberá descuidarse el conocimiento de la relación causal inversa, ya que el racionalismo económico depende en su nacimiento, lo mismo de la técnica y el Derecho racionales, que de la capacidad del hombre para determinadas clases de conducta racional. Si esta conducta hubo topado con trabas psicológicas, la racionalización de la economía debió luchar, asimismo, con la oposición de ciertas resistencias de orden interno. En cuanto a lo pasado, entre los factores de formación de mayor importancia de la conducta se encuentran: la fe en los poderes mágicos y piadosos y el consiguiente concepto de la obligación moral” (Weber, 2012: 7-10).
Empíricamente, es obvia la existencia de clases o sectores en el nivel más bajo de la estratificación social, a nivel de ingresos y condiciones de vida, que aún pueden definirse como “trabajadores” u “obreros” (en relación o competencia, en ocasiones, con términos como excluidos, marginados, etc.). Pero habría que preguntarse si esos estratos presentan una identidad común, compartida y diferenciada a la que apelar o a la que sumarse, como se construyó desde el paradigma marxista (o neomarxista): la “identidad obrera” propia vendría dada por la “conciencia de clase”, surgida para Marx y Engels de las condiciones objetivas (y materiales) superiores a la propia elección individual (La Ideología alemana, 1845), o para E.P Thomson de las condiciones subjetivas de una cultura obrera, y que suponía el reconocimiento social del conjunto de prácticas, opiniones y valores que identificaban a una persona o grupo como parte de la clase trabajadora (La formación de la clase trabajadora en Inglaterra, 1963). Determinismo identitario aún presente, por el que muchos intelectuales denunciaban a esos trabajadores que no asumían o elegían dicha “identidad obrera” (Jiménez, 2011) vinculada histórica, e indisolublemente, a posiciones políticas izquierdistas que los distinguían (Bourdieu, 1988); eran traidores o equidistantes (“desclasados”, en suma), víctimas o engañados, desesperados o incultos, e incomprensiblemente presentes en la juventud (Bogino, 2012). Por un lado, se proclamaba la contradicción o estupidez de tal elección nacionalista/conservadora, con titulares elocuentes: “las tres neuronas de un obrero de derechas” (Wsimag), “no hay nada más tonto que un obrero de derechas” (El Confidencial) o “El obrero de derechas ¿víctima o tonto del culo?” (Asamblea digital). Pero por otro se afirmaba, recurrentemente, la incultura del votante derechista: religioso o muy influido por su cosmovisión, sin estudios universitarios, atrasado ante los medios socioculturales dominantes, y vinculado a prácticas culturales obsoletas; como señalaba el dirigente comunista y ministro Alberto Garzón “los votantes de la izquierda son las clases medias ilustradas, no los obreros" (El Confidencial, 2017), aunque después realizó una investigación donde se enmendaba así mismo, queriendo demostrar que la derecha aún no ha “desclasado el voto en España, que sigue manteniendo pautas estándar donde la clase trabajadora vota más a la izquierda” (Garzón, 2019). ¿Contradictio in termini?.
Pero las identidades sociales (de base biológica o cultural, o con manifestaciones políticas o económicas) son siempre construcciones históricas sometidas al cambio y a la continuidad. Y esa posible “identidad obrera” plural y diversa, desde el paradigma weberiano (o neoweberiano), puede responder a esta máxima. Por ello, el “voto obrero” posmoderno aparece, claramente, en sondeos y estudios como fragmentado (Moody, 2016), y en el que priman diferentes valoraciones entre sus miembros combinando ingredientes valóricos (personales o colectivos) y condiciones materiales (en su la posición estructural o en su percepción psicológica) (Goldthorpe, 2004),
Análisis que ilustramos con varios posibles ejemplos en España. A nivel de identidad cultural, en Cataluña una parte notable del voto obrero (Sánchez Medero, 2009) parecía concentrarse en zonas de alta proporción de población de origen castellano-hablante (y receptoras de buena parte de la emigración interna del siglo XIX y XX), e identificarse con partidos de centro-izquierda no nacionalistas (del PSC a Ciudadanos). A nivel de identidad económica, el conservador Partido Popular logró acceder a votantes trabajadores de campos tradicionales socialistas con su victoria electoral en 1996, primando la gestión y el progreso en su propaganda política, entre la desafección de parte del sindicalismo con las reformas laborales del gobierno socialista de Felipe González y el impacto negativo en parte de la población de altas tasas de desempleo y numerosos casos de corrupción (Paramio, 2000). Y a nivel de identidad ideológica, diferentes estudios muestran el crecimiento del espectro del “centro político” (apartidistas, desideologizados, neutrales, indecisos) que integra grupos obreros/ trabajadores (especialmente en el sector de los autónomos), en relación a la participación en las dinámicas del consumo, la valoración de la gestión técnica, la apreciación de los resultados gubernamentales, la recepción del estado de ánimo creado por los medios de comunicación, y el mismo recuerdo de lo hecho y lo deshecho por las instituciones:
“Mientras que en la izquierda y la derecha los electorados tienen como referencia un conjunto de valores fundamentales, los electorados de centro poseen una mezcla de valores de izquierda y derecha. Algunos de sus principios ideológicos son de izquierda (por ejemplo, en lo social) mientras que otros son de derechas (por ejemplo, en lo económico)” (Alaminos y Alaminos, 2018).
4. Una dialéctica persistente: ricos y pobres
“Era uno de esos innumerables pobres hombres, de esos
testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier
tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en
seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas,
aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad”
(F. Dostoyevski, 1886).
Hipótesis que ponen la gran bandera en peligro, o en cuestión. Porque cada vez hay más ricos de izquierda y ricos de derechas, o ricos simplemente. Y cada vez más pobres, también de derechas. Según todos los estudios, persiste o aumenta la desigualdad y la escasez (especialmente en tiempos de crisis, como 2008 o 2020), y que afecta a la población más humilde independientemente de su región, su sexo, su origen (Foessa, 2020) y de sus banderas ideológicas. Enseñas definidas, cada vez más, por las “batallas culturales” en medios y redes (González Zorrilla, 2020), ante el impacto de una globalización hiperconsumista donde no se cuestiona el sistema material capitalista, sino que se matiza con consideraciones de sostenibilidad, solidaridad y diversidad. Por ello, parece cada vez menor el estudio al respecto (sobre clase u obrerismo), frente a las investigaciones sobre las citadas “políticas de la identidad” sectoriales y específicas, en función del grupo social de presión, como el debate sobre la llamada “ideología de género” o “ingeniería social” (Trillo-Figueroa, 2009).
Jefes o asalariados, emprendedores o funcionarios, empresarios o empleados, tecnológicos o artesanales, consumistas o sostenibles, capital o trabajo. Dialécticas que marcan, en mayor o menor medida, la realidad laboral en este tiempo de Globalización, generando nuevos perfiles dentro de la clase trabajadora o desvelando persistencias “clasistas” a investigar. Realidad que se ha hecho cada vez más heterogénea, y con límites más difusos, al calor de esa transformación global y digital de los modos de producción y consumo que nos ayudan o nos “alienan”; y con la aparente y paulatina desaparición del obrero/proletario como protagonista de la Política Social (los derechos laborales), en beneficio, primero del ciudadano (los derechos sociales), y finalmente del consumidor (los derechos individualizados).
La desindustrialización de regiones enteras ante la deslocalización y la transición ecológica vacían comarcas enteras, y la flexibilidad laboral-productiva con sus formas de economía digital crea nuevos perfiles en Occidente y en las regiones occidentalizadas; paradójicamente, las grandes masas de obreros fabriles con pocos o nulos derechos se encuentran en países emergentes desde donde provienen los productos masivos contaminantes a bajo precio. La economía digital y colaborativa a veces borra los límites entre los que mandan y obedecen en el sistema productivo, pero en otras conlleva una precarización y flexibilización perfectamente estudiada por las grandes compañías transnacionales. El sindicalismo clasista se encuentra en niveles mínimos de afiliación, y en la mayoría de países demuestra escasa capacidad de presión y movilización (más allá de ciertos niveles de la administración pública), dejando a numerosos trabajadores a merced del currículo y la productividad. Y la fidelidad grupal aparenta centrarse, cada vez más, en elecciones consumistas, grupos virtuales y tendencias virales, y su acción reivindicativa en causas solidarias que sean trending topic, compartiéndolas en las redes sociales o firmándolas virtualmente.
Nuevos perfiles y sectores de trabajadores que, en numerosos casos, no se identificaban con la clase socioeconómica a la que se dice que pertenecen por ingresos, buscando un nuevo estatus, ascenso personal, prosperidad familiar (y también mucho consumo); trabajadores que no quieren prestaciones ni subvenciones para sobrevivir sino oportunidades para ellos y para sus hijos; trabajadores que quieren vivir como los más adinerados y con seguridad en las calles; que reclaman el freno de las migraciones y el control de las fronteras; que apelan al respeto de sus tradiciones o de sus creencias; que creen en la primacía de lo nacional y los nacionales en los sistemas de protección; que no se identifican con su condición productiva sino con otras raigambres, comunidades o con su misma patria; y que votan a la vieja derecha liberal por motivos de tradición o gestión, o a la nueva derecha soberanista (como nacionalismo identitario) por su “patriotismo social” (más estatista o más liberal). Como señalaba Ferrero:
“muchos de estos partidos no sólo no cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y la industria cultural, ni tampoco de algunos sectores de la economía –como las nuevas tecnologías digitales–, sino incluso con su rechazo, lo que no hace sino aumentar su atractivo a ojos de la antigua clase obrera industrial; los hijos de ésta, que se debaten entre el paro y trabajos temporales y mal remunerados en el sector servicios; los restos de una clase media que teme perder su posición; y un mundo rural que es prácticamente inexistente en el discurso de las izquierdas” (Ferrero, 2018).
Ricos y pobres, de derechas y de izquierdas. Durante años los herederos de la división entre girondinos y jacobinos, se encargaron de subrayar esta división en la ciencia social, económica e histórica; quizás para seguir justificando el bipartidismo partidocrático. Pero un caso paradigmático lo encontramos en la izquierda norteamericana: el Estado más rico del país (California, con el 13% del PIB nacional) es terreno hegemónico del Partido Demócrata (dems); los principales referentes de la industria audiovisual (de Hollywood a Nueva York) financian con sus fortunas a dicho Partido, siendo militantes activos en sus principales causas ideológicas (Cohn, 2016); importantes negocios de Wall Street o Silicon Valley y grandes medios de comunicación (The New York Times, The Washington Post, CNN) se han convertido, desde hace años, en feroces contrincantes del Partido Republicano; y un multimillonario como Bloomberg se presentó como candidato a la presidencia norteamericana (al respecto, el Center for Responsive Politics mostraba como el 52% de los fondos de la campaña del candidato Partido Demócrata, Joe Biden, provenía de grandes donativos, comparado con el 46% de Donald Trump). Incluso desde 2010, se lanzó la curiosa iniciativa “Patriotic Millionaires”; una asociación fundada por Morris Pearl y ligada a los dems, desde la cual un grupo de millonarios pedía subir los impuestos y políticas sociales más progresistas frente al capitalismo que les hizo o les hace muy ricos (OpenSecrets, 2020). Asimismo, en 2004 el Estado más pobre de los EEUU, Virginia occidental, votó mayoritariamente la reelección del republicano George W. Bush, y en 2016 los Estados de tradición obrera (el “círculo del óxido”) dieron la presidencia al empresario mediático y antisocialista Donald. J Trump (y con opciones de reelección en 2020), en especial los nativistas “working-class whites” (Fernández Riquelme, 2020c).
Al respecto, Osch apuntó pronto unas serie de hipótesis sobre este voto obrero derechista/conservador nacionalista, que enfatizaba: 1) los determinantes económicos o la presión salarial y la competencia por los beneficios sociales; (2) los determinantes culturales o la percepción de la inmigración como una amenaza a la identidad nacional; y (3) la alienación social o el descontento con el funcionamiento de la democracia del país y la no integración en redes intermediarias como los sindicatos (Osch, 2008).
5. Un debate contemporáneo: soberanistas y globalistas
“Soñábamos con un orden internacional más justo. El fin del mundo bipolar fue una gran oportunidad para humanizarlo más. En lugar de eso, presenciamos un proceso de globalización económica que se ha desbocado políticamente y, por lo mismo, está ocasionando un caos económico y arruinando la ecología en muchas partes del mundo” (Václav Havel).
La gran batalla sería cultural e identitaria (Culture War): soberanistas contra globalistas. Ambos podrían ser los contendientes de una lucha por la primacía del discurso (y su relato) en la conquista de los medios políticos y los recursos económicos, llegando también a los barrios y a las esperanzas los sectores obreros/trabajadores. Batalla sobre valores colectivos, identidades sociales y proyectos comunitarios, como Max Weber ya advirtió:
“En determinados momentos de excepción, en caso de guerra, también las masas toman conciencia de la importancia del poder nacional; entonces se pone de manifiesto que el Estado nacional se asienta sobre profundas bases psicológicas, aun en las capas económicamente oprimidas de la nación, y que de ningún modo se trata tan sólo de una "superestructura", de la forma de organización de las clases económicamente dominantes. Ocurre que, en épocas normales, ese instinto político se sumerge en la gran masa por debajo del umbral de la conciencia. En tal situación, la función específica de las clases económica y políticamente dirigentes de ser portadoras de la conciencia política es la única razón que puede justificar políticamente su existencia (Weber, 2003: 36).
De un lado, los globalistas: formaciones autodenominadas como progresistas (liberales evolucionados e izquierdistas reconvertidos) que convergen, bajo un posible “programa de mínimos”, en el que hemos calificado como “consenso liberal progresista”. “Programa” que, por lo menos formalmente, podría contener los siguientes acuerdos: respetar la conciliación entre el libre Mercado (más o menos intervenido) y del Estado del bienestar (más o menos recortado); aceptar de todas las decisiones de los poderes transnacionales oficiales (de la ONU a la UE) y extraoficiales (como los reunidos en la citada Open society o en la Fundación Gates); impulsar las políticas de diversidad y multiculturalidad pese a diferencias puntuales (estableciendo “lo políticamente correcto”); dirimir sus diferencias en la gestión o en ciertos símbolos en el marco electoral partitocrático; y excluir cualquier colaboración con alternativas izquierdistas o derechistas definidas como radicales (aunque, en ocasiones, integran a formaciones de la izquierda poscomunista por motivos estratégicos o sentimentales). Bando en el que, electoralmente, crecen los citados partidos transversales (más centristas, liberales y verdes) y se reconvierten, ante la pérdida de hegemonía partidista, tanto los socialdemócratas (como en el caso francés) y democristianos (como en Italia). Especialmente crítico con dicho bando fue el sociólogo Giovanni Sartori: “la izquierda ha perdido su ideología. Utilizan la palabra multiculturalismo como una nueva ideología, porque la vieja ha muerto. Pero no tienen ni idea” (ABC, 2016); una izquierda que se había sumado, en su opinión, al gran proyecto global de la “sociedad teledirigida” que creaba el gregario Homo videns (Sartori, 2002).
El teórico marxista francés Jean-Loup Amselle (2019) señalaba, al respecto, que dicha situación se debía a la progresiva sustitución del “universalismo” izquierdista en el análisis de términos horizontales y de clases, por nuevos paradigmas de origen burgués que dividían la sociedad en campos fragmentarios, y que impedían “la conciencia de clase”. Igualmente, Daniel Innerarity (2015) denunciaba el triunfo de un tipo de “progresismo” que se sentía cosmopolita y moralmente superior, alejado de los intereses de los ciudadanos más sencillos y en riesgo social, vulnerables económicamente o en zonas en conflicto; progresistas arrogantes e hipócritas, a su juicio, como “élites multiculturales” amantes de la diversidad en el ocio y en el consumo, pero con muy poco contacto con el mundo industrial, con las zonas rurales, con los barrios deprimidos. Mark Fisher (2016) subrayaba, asimismo, que en el nuevo discurso progresista había desaparecido el concepto de la clase y la solidaridad asociada, al haberse contaminado por la llamada “subjetividad burguesa”. Pascal Perrineau (2017) sostenía, además, que este “aburguesamiento social y cultural” de la izquierda, que solo cuestionaba el sistema liberal-capitalista de manera muy parcial y muy retórica, y alejaba de su universo ideológico temas candentes en la ciudadanía más humilde: la inmigración, el orden, el trabajo, lo nacional. Y Thomas Frank, en La conquista de lo cool, señalaba que “los pobres” votaban crecientemente a los conservadores ante la inseguridad económica (en bienes y oportunidades), provocada por un capitalismo global casi no denunciado t buscando la firmeza de valores morales y familiares tradicionales ante la nueva izquierda exageradamente innovadora; y definida como “progresistas en limusina”, “izquierda caviar”, izquierdistas millonarios u oligarquía radical-chic, al servicio del negocio de la cultura real para masas consumistas pero vendida como supuesta “contracultura” alternativa (Frank, 2011).
De otro lado, los soberanistas. Fenómeno político y cultural “identitario” integrado por diversas tendencias: a) en su mayoría escindidas de los partidos democristianos y liberalconservadores clásicos o como evolución de los mismos; b) algunas de nuevo cuño, aprovechando espacios izquierdistas o derechistas en crisis; c) otras solo parcialmente soberanistas o identitarios (en cuestiones económicas como en el Reino Unido, o en temas migratorios como en los Países Bajos); d) bastantes de ellas integrando todos los aspectos anteriores, en función de su tradición nacional o el contexto electoral (véase el caso italiano); e) y varias evolucionadas de la antigua extrema derecha, con partidos relevantes (como el Frente nacional francés o los Demócratas suecos) y con otros aún situados en las posiciones minoritarias ideológicas de partida (pese al impacto puntual de Aurora dorada en Grecia).
Los politólogos socialistas Oesch y Rennwald (2010), a partir del caso suizo (con el soberanista SVP), señalaban que determinados valores culturales, olvidados o denostados por el progresismo, eran la gran oportunidad para estas fuerzas políticas. Su cuidado o su propaganda hacía que muchos ciudadanos trabajadores votaran a la vieja derecha o la nueva derecha que los atendía (por el rechazo al multiculturalismo, ante la reducción de la movilidad social, o desde la crisis de las organizaciones intermedias). Y autores como Jim Goad, en su libro Manifiesto Redneck (2017), o Mark Lilla vieron en esta clase social trabajadora un apoyo fundamental en la victoria de Donald Trump en 2016, especialmente en los “Swing-States” de pasado obrero (de Pennsylvania a Ohio); para Goad (2017) al sentirse abandonados por el discurso multicultural del neomarxismo o del progresismo norteamericano (centrado, a su juicio, primordialmente en “las políticas de la identidad”), y para Lila (2017) aún muy ligados a los valores tradicionales fundamentales que se resistían a morir (fe, familia, patria). Y en las elecciones británicas de 2019, con mayoría absoluta de los tories de Boris Johnson, históricos bastiones del Partido Laborista habían caído en manos de los Conservadores, pesando en gran medida temas que integraba lo económico y lo político con lo identitario, como el Brexit (McCann, Leatherby y Migliozzi, 2019).
El Oriente europeo encontramos ejemplos diferentes a analizar. Viktor Orbán hablaba, desde 2011, sobre la necesidad de construir en Hungría un “Estado basado en el trabajo”, defendiendo una economía nacional que combinara proteccionismo interno y libertad empresarial, valorizando la idea del trabajo como autorrealización y contribución patriótica, protegiendo directamente a los trabajadores autóctonos, controlando las fronteras y ayudando a sus familias, y definiendo, por ello, el modelo político en función de la participación sociolaboral (Felcsuti, 2020). En Polonia, el partido socialconservador Ley y Justicia (PiS) dirigido por Jarosław Kaczyński, gobernante desde 2015, es considerado como “el partido de los trabajadores” del país, desde una perspectiva católica y tradicional (Orella, 2017), por su vinculación histórica con el legendario sindicato anticomunista Solidaridad, por sus políticas sociales amplias, y por el papel asistencial del Estado (frente a los liberal-progresistas de la Plataforma cívica) (Fernández Riquelme, 2019). En la Rusia de Vladimir Putin, la enorme Federación de Sindicatos Independientes de Rusia (FNPR), con 21 millones de afiliados, es uno de los pilares del régimen político controlado, en defensa del mantenimiento de muchas normas de protección laboral heredadas de la URSS o del amplio capitalismo de Estado aún existente (e incluso el aún influyente Partido Comunista de Ziuganov, es parte leal al mismo sistema) (Obrazkova, 2015). Y un partido muy liberal en lo económico con AfD (Alternativa para Alemania), obtenía sus mejores resultados en las regiones orientales alemanas, los länder del territorio del antiguo estado comunista de la RDA y más pobres del país (Sajonia, Brademburgo) (Sanz, 2020).
Pero también en el Occidente continental. De hecho, en el Reino Unido el 41% de los votantes más humildes socioeconómicamente (“Blue Collar & Low-Paid Workers”) optaron por la salida del país de la Unión Europea durante el referéndum sobre el Brexit en 2016 (Soto, 2018); esgrimían en encuestas y entrevistas cuestiones como el freno a la inmigración comunitaria (siendo el área metropolitana de Londres, donde se concentra especialmente, la principal oposición a la salida), el aumento de los controles de seguridad (con elevadas tasas de apoyo en las zonas provinciales y rurales) o la primacía de la identidad nacional ante las injerencias de la UE (ganando en Inglaterra y Gales, frente al rechazo escocés mayoritario) (Moody, 2016). Y en Italia, como en la ya citada Francia, la Lega de Matteo Salvini y los Fratelli de Georgia Meloni, formaciones soberanistas/identitarias que sumaban más del 40% de votos en los sondeos desde 2019, asumían principios y medidas obreristas (en el contexto social y cultural patrio) y aumentaban su intención de voto entre los colectivos trabajadores (Ramos, 2020): parcialmente los leguistas, de origen regionalista y liberal-burgués (con tensiones internas por la pretensión transformadora de Salvini), y especialmente los muy católicos y nacionalistas fratelli, con un crecimiento exponencial en 2020 en los suburbios de las grandes ciudades del sur y centro del país, apelando a aquellos votantes empobrecidos que consideran que:
“La extrema derecha extirpa el problema, cirugía sin quimioterapia, y la izquierda te convence de que no tienes el problema o te recomienda practicar yoga” (Brandoli, 2020).
En el caso de España, siete de los municipios más pobres (según la Agencia tributaria) dieron más respaldo al económicamente liberal Vox que a la formación izquierdista de Unidas Podemos (que tenía, además, su principal granero de voto en la clase alta/media, según el CIS, con el 13,2%, y en las nuevas clases medias con el 6,7%): Fuenlabrada de los Montes (Badajoz), Higuera de Vargas (Badajoz), Cervantes (Lugo), Ahigal (Cáceres); Puebla de Obando (Badajoz), Villamanrique (Ciudad Real) y Rociana del Condado (Huelva) (González Cuevas, 2019). Y paulatinamente, Vox ha ido asumiendo diferentes ideas y estrategias obreristas, siguiendo en algunos aspectos la experiencia polaca de Ley y Justicia (González Cuevas, 2019): un discurso directo contra los poderes globalistas (como desarrolló su presidente Santiago Abascal en la fallida moción de censura en 2020), el acento en políticas proteccionistas en lo económico, el papel destacado de Jorge Buxadé y otros cargos autodeclarados como “patriotas sociales”, o la creación de su propio sindicato nacional Solidaridad.
Un bando diverso soberanista/identitario (con alianzas y disensiones) de creciente atracción en el “mundo obrero”; y visible, en primer lugar, en el que denominamos como sector “nacional-social” (en el plano socioeconómico): movimientos que reivindicaban espacios históricamente atribuidos a la izquierda, como la acción del Estado del Bienestar, el proteccionismo público y el intervencionismo económico en clave “nativista”: en el caso francés, (analizado por Luc Rouban y Martial Foucault) y en la experiencia danesa del Partido Popular y sus posiciones fuertemente estatistas (en opinión de Ove K. Pedersen) (Campbell, Gall y Pedersen, 2006), o desde las amplias políticas de protección social del PiS polaco (programas de ayuda familiar, rebaja de la edad de jubilación) o las propuestas asistenciales públicas de los Finlandeses Auténticos (llegando Timo Soini, su líder, a definir a la formación como "un partido de la clase obrera sin socialismo") (Fernández Riquelme, 2019).
Y visible, en segundo lugar, en formaciones del posible sector “nacional-liberal”. Un sección menos estatista, pero que conectaba, de una u otra manera u otra, con las reivindicaciones y aspiraciones de importantes grupos de la clase trabajadora (especialmente en los más modernos, ligados al sector servicios); en este caso, en términos de estatus socioeconómico y en temas identitarios que, en plena era de la Globalización, amenazaba el estatus y la movilidad (quizás ejemplificado en el programa America First de Trump): a) el control de la inmigración ilegal y masiva (con el muro con México o la campos de refugiados en Turquía), vista por amplios sectores de población trabajadora como competencia laboral desleal, factor de inseguridad ciudadana, medio de degradación de los barrios más humildes (y que alumbraba la polémica tesis de la “gran sustitución” de población nacional por emigrantes, planteada por Jean Raspail o Renaud Camus); b) un proteccionismo económico creciente, frente a la considerada deslocalización o la exportación masiva de productos foráneos, que afectaban a la percepción sobre el nivel de vida material y sobre la continuidad laboral personal o de promoción de las generaciones futuras; c) medidas de liberalización económica ligadas al emprendimiento y la innovación, capaz de recuperar la movilidad social ascendente de grupos trabajadores no subvencionados, desde el mérito y la capacidad individual ante igualitarismos diversos (como propugnaba Vox en España); d) la defensa de los valores familiares o morales tradicionales, asidero mental y vital de la pertenencia comunitaria (como recogía la nueva Constitución húngara), ante la denunciada “ingeniería social” que cuestionaba toda ligazón cultural o religiosa; e) la protección o promoción de la identidad grupal primaria (nacional o estatal), que para Filip Dewinter, otrora líder del Vlaams Belang, anunciaba ya en 2004 “reemplaza la vieja división del capital y del trabajo por un nuevo eje que oponía el pueblo y la identidad al multiculturalismo” (Fernández Riquelme, 2020b). Incluso un soberanista liberal en lo económico como el presidente brasileño Jair Bolsonaro, aprobaba una serie de amplios subsidios para pobres y trabajadores en plena época de la Pandemia del Covid-19, que le hizo subir en los sondeos (Boadle, 2020).
Pero un fenómeno que supera, como es lógico, el contexto del Viejo continente o del Nuevo mundo. Encontramos contenido obrerista (retórica o institucionalmente) en numerosas y grandes misiones soberanistas, identitarias, y en cierto sentido expansionistas en su “espacio vital” (Lebensraum): en la China comunista (pero nacionalista, capitalista y moralmente conservadora), en la República islámica de Irán (socialista en su definición constitucional, y profundamente religiosa en su naturaleza) o en la Turquía neo-otomana de Erdogan (apelando al trabajador y al productor nacional).
Trabajadores que sufrían, y así se lo hacían ver o creer, las consecuencias de las políticas diseñadas por los supuestos poderes globalistas: sus empleos serían flexibles y precarios ante la economía colaborativa, sus vidas debían adaptarse al desarrollo sostenible que disfrutarían las élites urbanas, las prestaciones y subvenciones sociales serían para aquellos sectores considerados como “diversos”, sus barrios tenían que acoger la multiculturalidad no deseada en las urbanizaciones burguesas, sus tradiciones se olvidarían ante la sentencia dictada por las modas posmodernas de millonarios encubiertos como filántropos, sus identidades nacionales se dejarían de lado por los dictados cosmopolitas de quienes viajaban sin pasaporte y en primera clase. El discurso obrerista del “patriotismo social”, en clave nacionalista o nativista, resultaba: las redes difundían su relato y las elecciones impulsaban a sus formaciones (amplia o limitadamente) también desde zonas rurales, barrios periféricos y polígonos industriales.
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